Descripción pictórica de la Guerra del pacífico |
Amanecía el día 23. El sol bañaba los alfalfares y apenas se oía el ruido de la brisa sobre el trino de las aves. Los cascos de caballos rompieron el silencio y, a lo lejos, la polvareda indicaba que el Ejército chileno se acercaba a Calama. Eran 544 combatientes y llevaban dos piezas de artillería de montaña y una ametralladora.
Todo trascendía paz. La tropa chilena de los Cazadores avanzaba confiada. Probablemente iba a ser otra ocupación incruenta, sin mayor resistencia. Tal vez, como en Antofagasta, sus compatriotas podrían recibirles como salvadores.
Cuando estaban a tiro, “fueron recibidos con descargas de fusilería de los bolivianos parapetados en la orilla opuesta del Loa. Se encabritaron los caballos, hubo confusión entre los jinetes y se volvió un precipitado repliegue”, relató el cronista chileno Félix Navarra. “Los bolivianos envalentonados con esta retirada, con un valor digno de ser reconocido —añadía— abandonaron sus parapetos y persiguieron a los Cazadores”.
Los valientes eran Eduardo Abaroa, el mayor Juan Patiño, el oficial Vargas y ocho rifleros que defendían el puente Topáter, y que prestos colocaron las tablas para cruzar el río y correr tras los invasores.
Más allá, camino a Cobija, cerca al puente Carvajal, unos cuarenta soldados chilenos lograron atravesar el río y entablaron un duro combate con 24 civiles bolivianos que se instalaron en el ingenio de minerales de Artola. Parecía que iban también a replegarse. Pero pronto llegaron refuerzos. Calama fue ocupada por la retaguardia sin mayor oposición, mientras los guerreros continuaban batiendo al enemigo. Cabrera se dio cuenta de que ya no podían más y ordenó la retirada de sus hombres en dirección a Chiuchiu, Canchas Blancas y Potosí, hacia el norte.
El toque de retirada hirió los oídos, el corazón y el alma de Abaroa, que ayudado por el peón que le acompañaba, seguía combatiendo en solitario contra los chilenos. El toque de retirada no era para él. Despidió a su peón con encargos para su mujer y sus cinco hijos. Se quedó en la zanja, malherido, sucio, pero dispuesto a impedir con su vida el paso del chileno. Tenía aún cargado su Winchester y las armas de los caídos, con las que no dejó de disparar hasta la agonía. Había logrado la caída de muchos chilenos, pero continuó el combate. Abatido por las balas enemigas, Abaroa quedó tendido. Cuando los enemigos se acercaron, se dieron cuenta de que combatían en contra.
El polvo cubría los alfalfares y las aguas del río Loa, teñidas de sangre, golpeaban enloquecidas contra las piedras y se perdían por el desierto hasta el mar.
En San Francisco el enemigo quedó solo tras el repliegue aliado, con una impensada victoria.
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